Paladeando El Gran Miércoles

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Hay algunas películas con las que, por alguna extraña razón, no las disfrutas realmente la primera vez que las ves, no llegas a profundizar. Al igual que un buen vino, con el primer trago no puedes disfrutar de todos los matices, de su aroma, y tienes que paladearlo más veces para extraer todo su sabor.

Eso me pasa con "El Gran Miércoles". Cada vez que la veo voy sacando algún detalle que se me ha escapado la anterior vez. Quién no recuerda la voz en off de Matt Johnson describiendo un amanecer, o la siguiente estación del año. John Milius y Dennis Aaberg, director y guionista, surfistas los dos, crearon el guión a la vez que escribían el libro, que por cierto me compré la semana pasada, y quizá por ello tiene momentos tan narrativos. Si a eso le sumamos la maravillosa banda sonora de Basil Poledouris queda una gran película.

Cierto que hay veces que cae en los tópicos, y que hay algunos actores que flojean un poco, pero la película tiene algunas auténticas joyas que hacen que te olvides de lo anterior.




Os dejo a continuación algunas de ellas y parte del primer capítulo del libro.


Recuerdo aquel viento de nuestra infancia, un viento que soplaba por el desfiladero, un viento caliente llamado Santana que traía el olor de lugares cálidos.

Soplaba con mayor fuerza antes del amanecer a través del promontorio.

Mis amigos y yo solíamos dormir en los coches, y el olor de la brisa del mar nos despertaba. Todas las mañanas presentíamos que aquel sería el gran día.

Sobre todo recuerdo a mis mejores amigos, Matt y Leroy. Estábamos en nuestro mejor momento, éramos los grandes, los reyes, nuestra realeza particular, aquel era nuestro reino y esta nuestra historia.”


En aquellas mañanas cristalinas, ya cansados de hacer surf, nos íbamos a la tienda de Bear en el viejo embarcadero. Bear reparaba nuestras tablas y nos contaba historias. El sabía de donde venían las olas y por qué. Al igual que los surfers que nos precedieron, Bear lo era todo para nosotros.”

"De todas formas siempre estás solo. Esa es la prueba del surfer, hacerlo solo, acostumbrarse a no depender de nadie."

"Empieza a pensar que alguna vez tendrás que empezar a ganarte la vida decentemente. Busca trabajo y hazte hombre de una vez. Hazte una persona respetable.

¿Para qué? Es un surfer respetable.

¡Carai, Eso no es un deporte, es una epidemia!"

Todos los veranos de todos los años pasaban, apenas son humo en mi recuerdo. El otoño caía y se precipitaba el invierno. El agua estaba fría, era la época de las olas del Oeste. Un embravecimiento del mar que señalaba un cambio y que yo generalmente afrontaba solo.

"... los amigos son para cuando no tienes razón. Cuando la tienes, no necesitas nada."

"me aficione al surf porque era muy bonito salir con los amigos. Ya no me queda ni eso."

"Las olas del Norte eran frías, solitarias y peligrosas. Una fuerte marejada lleno de poder que bajaba por la costa durante el invierno. Solíamos hacer novillos e ir a ver como rompían las olas. Soplaba una brisa suave de la costa en los tibios atardeceres de la marea baja. Recuerdo las rocas y el agua cristalina. Pero todo aquello quedo atrás, y no es que cambiaran las rocas, ni la playa, ni las olas, cambio la gente. Unos se casaron, otros se fueron a vivir al interior, otros buscaron emociones nuevas, otros murieron."

¿Has hecho mucho surf Matt? No... Solo cuando era necesario.

"Quien sabe de donde viene el viento, ¿será que sopla Dios?. ¿Y quién forma las nubes? ¿Cómo se embravece el mar? ¿Y para qué? Sólo sé que había llegado la hora que tanto habíamos esperado."

Llegará un día como ningún otro; un día con unas olas tan grandes, un espectáculo de la naturaleza tan grandioso, que borrará todo lo anterior. Y ya nada volverá a ser lo mismo.







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El Gran Miércoles - El Libro (Ediciones Pamies)

http://www.edicionespamies.com/contenidos/info/libros/PCGranMiercoles%5B1235477485%5D.pdf

VERANO 1961

El mar del pasado era como una hermosa mujer sin escrúpulos.

Los hombres fuertes con corazón de niño le eran fieles, se

encontraban satisfechos viviendo por su gracia o muriendo por

su voluntad

Joseph Conrad

Cuando las tablas estaban hechas de madera y los hombres de hierro

Un viejo surfista

MAREJADA SUR

Recuerdo un viento que soplaba a través de los cañones antes del amanecer. Era un viento caliente pero suave, y llevaba el aroma de los lugares cálidos. Soplaba desde las escarpadas colinas cubiertas de encinas y arbustos hasta las viejas cabañas de madera que se alineaban en la playa. Cuando más fuerte soplaba era antes del amanecer en The Point, donde hacía apresurarse a olas invisibles, las hundía y les echaba sus crestas hacia atrás como si fueran grandes plumas blancas. Mis amigos y yo solíamos dormir en nuestros coches, aparcados a lo largo de la autopista del Pacífico.

Y el aroma del viento de tierra nos despertaba y cada día sabíamos que sería una mañana especial, un día especial. Me acuerdo del viento que hacía revolotear los papeles por la arena en penumbra y de las luces de la ciudad brillando en la distancia. Miles de gaviotas volaban en círculos en el cielo color púrpura. El mar todavía estaba oscuro por el oeste. Recuerdo el sonido de las olas que golpeaban la orilla.

Con los primeros rayos del amanecer, nos arrastrábamos fuera de nuestros sacos de dormir y mirábamos las olas matutinas por las ventanillas del coche. Nunca las olvidaré. Se extendían por la cala convirtiéndose en paredes verde esmeralda, con la brisa costera rasgando sus flequillos. Sacábamos nuestras largas tablas de surf por la ventanilla trasera rota de algún viejo Chevy, aplicábamos cera en el puente y temblábamos poniéndonos nuestros fríos y húmedos bañadores, sin darle ninguna importancia. Agarrábamos las tablas, nos colábamos por la gran puerta de la vieja pared de la mansión Whitney y aullábamos mientras desaparecíamos en el océano. Entonces éramos jóvenes y despreocupados. Era verano y el momento de la marejada sur.

Esta era fuerte, y el agua cálida. No nos importaba nada más. Decían que nos habíamos vuelto locos por la insolación, que éramos mendigos de playa que no servían para nada. No entendían nuestra obsesión. Nuestros padres decían que se nos había derretido el cerebro, que nos pasábamos el día en la playa para no tener que ir a trabajar. Pero se equivocaban. Lo que nos empujaba hacia el surf era la llamada del oeste en nuestra sangre.

No teníamos otra elección. Lanzarse al oeste era lo que los americanos hacían. Siempre iban hacia el oeste en busca de la aventura. Nuestras familias procedían del interior. Del este, del centro, algunas del sur e incluso de Canadá. Venían de las montañas y de las llanuras onduladas, de las planicies donde el viento traía aguanieve y polvo. Estaban cansados de sus trabajos, del tiempo, de la tierra y de la gente. Pero tenían a dónde escapar. Era su derecho, su herencia: eran americanos y estos siempre habían viajado hacia el oeste cuando las cosas se torcían. Hacia el oeste, hacia donde el sol se oculta y los hombres tienen la oportunidad de volver a empezar.

Así que vinieron a California porque no había nada más en medio y porque ésta siempre había sido una promesa de oro de una clase u otra. Habían oído hablar de las palmeras, de los campos de fruta siempre madura y de que nunca hacía frío en invierno. Y había trabajo. Muchos puestos de trabajo. ¡Oportunidades! Las empresas aeronáuticas necesitaban cada vez más personal y los bienes inmuebles estaban creando fortunas. ¡El dinero corría a raudales!

Se hacinaron en la costa de Santa Mónica, volvieron sobresus pasos hacia el grandioso valle de San Fernando y se desparramaron por el sur, hacia Long Beach. Construyeron “cientos de ciudades y miles de pueblos”. Les pusieron nombres como Tarzana, Pacoima, Norwalk, Anaheim, Ciudad de la Industria, Bellflower, Burbank, San Gabriel, Torrance, Pacific Palisades y Malibú.

Cuando acabaron de construir, fueron al mar para descubrir a qué habían venido y eso les inquietó. Por primera vez en su vida, estaban atrapados. Todavía podían ver ponerse el sol, rojo y cálido, dorado en el centro, pero había un océano de por medio. No había más sitios a los que ir. Habían llegado al final del continente que les habían hecho creer que era interminable. En la tierra ya no había nada nuevo. Los búfalos habían muerto, los indios estaban en las reservas y el oro de los ríos se había agotado. Hacía por lo menos cincuenta años que todo había terminado. Se lo habían llevado otros. Pero el país era rico y opulento. Había trabajo y oportunidades, cada vez más oportunidades. La vida era agradable en esos años y la gente trabajaba cuando quería y compraba televisores, coches, máquinas de cortar el césped y tenía hijos. Y la llamada del oeste les abandonó y se marchitó en los jardines donde crecía el césped. Si les preocupaba haber perdido la oportunidad de encontrar algo mejor, ya no les importaba. Fueron sus hijos los que se empezaron a sentir descontentos. Fuimos nosotros los que nos impacientamos. Nuestros padres eran demasiado viejos para recordar cómo se sintieron ellos en un momento dado, así que les parecía que nosotros éramos unos rebeldes y unas ovejas negras. Éramos fuertes, robustos, y la mayoría teníamos el pelo rubio y largas extremidades. Los fines de semana nos llevaban a la playa y nos quedábamos en la orilla mirando cómo el Pacífico se extendía ante nuestros ojos. El “corazón de las mareas de la tierra”. Ellos eran incapaces de entender nuestras miradas y por qué parecíamos tan inquietos. Decían: —¿A que es fabuloso?

Y nosotros nos limitábamos a mirar con fascinación las olas.

—¿Qué hay allí? —solíamos preguntar. Y ellos respondían que había tiburones. Blancos y makos, tigres y martillos. También había medusas gigantes y las llamadas “carabelas portuguesas”, cuya picadura podía llegar a matarte. Nos decían que el océano no era un lugar en el que se pudiera estar por mucho tiempo, pues no era seguro. Ir a pescar de vez en cuando estaba bien, siempre que te quedaras dentro de la barca. Y tampoco vayas muy lejos, ¡las olas son peligrosas! Nosotros contemplábamos la puesta de sol una y otra vez, y pensábamos en lo que habría allí dentro. La llamada del oeste se hizo cada vez más fuerte en nuestro interior y pensábamos en los lugares que había más allá: Oahu, Maui, Bora Bora, Atuana, Morea y Nueva Guinea. No podíamos dejar de pensar en nombres como Singapur, Nueva Zelanda y Australia y cuando volvíamos a la realidad, sentíamos la fuerza de esos lugares como un latido en las mareas, a través de la sangre que corría por las venas del gran Pacífico. En las olas. Estaba en las olas. A menudo, amenazaban a la misma tierra y eran más terribles que los tiburones. Latían y rugían y a veces desaparecían por completo. La oportunidad de hacer algo todavía existía en las olas. La violencia y la grandeza se encontraban a cuarenta o cincuenta metros hacia el oeste. Una fuerza inimaginable. Estaba en las olas. No teníamos elección. ¡Al mar con las tablas de surf! Así que buscamos por la costa y encontramos The Point, una playa salvaje en la que podíamos hacer lo que nos diera la gana. Recuerdo los fondos de algas oscuras, las rocas desfilando rápidamente bajo mis pies y los rizos blancos cerniéndose sobre mi cabeza. Los surfistas pasaban saludando con sus tablas multicolores contra el mar verde; la ola, las rocas, la costa, el cielo...

todo parecía eterno y a la vez se esfumaba en un instante. Lo que mejor recuerdo son los tres amigos: Jack, Matt, Leroy. Ante todo era su historia, su lugar, su momento. Entonces ellos eran los Grandes, los Reyes, nuestras propias majestades. Y fue su último gran verano...

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