El placer de surfear al anochecer
La subida de mar anunciada para el viernes llegó de forma puntual. Olas de tres cuartos, alguna de un metro, y apenas viento gracias a un cielo encapotado.
No me pude pasar a la mañana, ni tampoco a la tarde, y justo cuando pensaba que me iba a perder el baño se me abrió una pequeña ventana a última hora, justo antes de anochecer.
Decidí intentarlo, sin mirar webcams, ni previsiones. Solo con meterme en el agua salada, pillar un par de chustas y descansar de la maldita mascarilla me era suficiente.
Tardé en aparcar. Los bares cercanos a la playa estaban abarrotados, como si el coronavirus no fuera con ellos. Eché un vistazo al mar y vi el que el pico al que pensaba entrar estaba tan lleno como los bares. Cambio de planes.
Miré al otro lado y vi una olita con solo dos personas. A la mañana había funcionado bastante bien según me había comentado un buen amigo.
Me cambié rápido, en plan Superman en la cabina telefónica, y con un trote cochinero bajé a la playa, que ya se había vaciado de gente. Hice un par de molinetes con los brazos, me subí el traje, me ajusté el invento, y al agua tranquilamente.
El agua estaba mucho más caliente que en mi último baño. Me sobraba el traje. Me uní a la pareja con un “aupa” al más cercano a mi, un un pequeños gesto de la mano al más alejado.
Llegó la primera serie. Tenia ganas de remarla pero me quedé sentado en mi tabla y respeté el turno. Recordé cómo sienta el que alguien llegue en plan majo y se ponga a ratear las olas al primer instante.
El pico se quedó vació. Subí un poco más arriba. Las series tardaban pero daba igual, la puesta de sol era espectacular, con una hilera de nubes bajas decorando el horizonte, justo a donde el sol se acercaba lentamente. Detrás, una nube gigantesca, entre negra y rosa, se mantenía posada sobre el acantilado, haciendo que el cielo pareciera todavía más grande.
Llegó la serie. Dejé pasar la primera y me coincidió la segunda en el lugar ideal. No se vosotros, pero yo hay momentos en los que me voy dando direcciones mentalmente. “Rema fuerte”, fue la primera. “No intentes hacer demasiadas cosas a la vez”, la segunda. Y es que hay veces que estoy en la ola y quiero meterle un giro, no perder velocidad, volver al labio, y al final haces un poquito de todo sin completar nada. El giro es una birria, pierdes velocidad, y te quedas en la parte de abajo de la pared.
La tarde invitaba a fluir, a bajar la ola y subirla, intentando pasar secciones, y así lo hice. Todo me salió bien en esa derecha. Me había hecho el baño con una sola ola, y claro está, con la contemplación del anochecer.
Esperando a la siguiente serie me fijé que faltaba el intenso ruido provocado por los bañistas en la playa. No se oía nada. Afortunadamente los otros dos compañeros de pico no eran muy habladores.
Llegaron unas cuantas olas más en la siguiente media hora. Mis compañeros me abandonaron quedándome solo en el agua.
El sol finalmente se escondió dejando el escenario en penumbra. Por fin pude descansar los ojos. Sin referencias me perdí un poco en la siguiente serie, pero pude corregir mi posición.
Las olas ya no rompían igual. Las secciones en las que antes pasaba ahora se desinflaban. Era hora de marchar.
Esperé la buena para salir. Cada vez estaba más oscuro y esta no llegaba. Remé un poco hacia la orilla. Luego, un poco más. Al de unos minutos llegó, nada especial, lo justo para ponerse de pie y ahorrarse remar unos metros. Salí contento.
No me pude pasar a la mañana, ni tampoco a la tarde, y justo cuando pensaba que me iba a perder el baño se me abrió una pequeña ventana a última hora, justo antes de anochecer.
Decidí intentarlo, sin mirar webcams, ni previsiones. Solo con meterme en el agua salada, pillar un par de chustas y descansar de la maldita mascarilla me era suficiente.
Tardé en aparcar. Los bares cercanos a la playa estaban abarrotados, como si el coronavirus no fuera con ellos. Eché un vistazo al mar y vi el que el pico al que pensaba entrar estaba tan lleno como los bares. Cambio de planes.
Miré al otro lado y vi una olita con solo dos personas. A la mañana había funcionado bastante bien según me había comentado un buen amigo.
Me cambié rápido, en plan Superman en la cabina telefónica, y con un trote cochinero bajé a la playa, que ya se había vaciado de gente. Hice un par de molinetes con los brazos, me subí el traje, me ajusté el invento, y al agua tranquilamente.
El agua estaba mucho más caliente que en mi último baño. Me sobraba el traje. Me uní a la pareja con un “aupa” al más cercano a mi, un un pequeños gesto de la mano al más alejado.
Llegó la primera serie. Tenia ganas de remarla pero me quedé sentado en mi tabla y respeté el turno. Recordé cómo sienta el que alguien llegue en plan majo y se ponga a ratear las olas al primer instante.
El pico se quedó vació. Subí un poco más arriba. Las series tardaban pero daba igual, la puesta de sol era espectacular, con una hilera de nubes bajas decorando el horizonte, justo a donde el sol se acercaba lentamente. Detrás, una nube gigantesca, entre negra y rosa, se mantenía posada sobre el acantilado, haciendo que el cielo pareciera todavía más grande.
Llegó la serie. Dejé pasar la primera y me coincidió la segunda en el lugar ideal. No se vosotros, pero yo hay momentos en los que me voy dando direcciones mentalmente. “Rema fuerte”, fue la primera. “No intentes hacer demasiadas cosas a la vez”, la segunda. Y es que hay veces que estoy en la ola y quiero meterle un giro, no perder velocidad, volver al labio, y al final haces un poquito de todo sin completar nada. El giro es una birria, pierdes velocidad, y te quedas en la parte de abajo de la pared.
La tarde invitaba a fluir, a bajar la ola y subirla, intentando pasar secciones, y así lo hice. Todo me salió bien en esa derecha. Me había hecho el baño con una sola ola, y claro está, con la contemplación del anochecer.
Esperando a la siguiente serie me fijé que faltaba el intenso ruido provocado por los bañistas en la playa. No se oía nada. Afortunadamente los otros dos compañeros de pico no eran muy habladores.
Llegaron unas cuantas olas más en la siguiente media hora. Mis compañeros me abandonaron quedándome solo en el agua.
El sol finalmente se escondió dejando el escenario en penumbra. Por fin pude descansar los ojos. Sin referencias me perdí un poco en la siguiente serie, pero pude corregir mi posición.
Las olas ya no rompían igual. Las secciones en las que antes pasaba ahora se desinflaban. Era hora de marchar.
Esperé la buena para salir. Cada vez estaba más oscuro y esta no llegaba. Remé un poco hacia la orilla. Luego, un poco más. Al de unos minutos llegó, nada especial, lo justo para ponerse de pie y ahorrarse remar unos metros. Salí contento.
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