Maldivas Surf trip: Primeros días
Pese a que estábamos agotados del viaje no tardamos en abrir las fundas de las tablas, todas intactas, y empezar a montar las quillas, atar inventos y distribuir parafa tropical por las tablas mientras el Dony nos llevaba ya desde el barco hasta Sultans, una derecha enfrente de una pequeñísima isla.
No tuvimos demasiado tiempo para pensar en el arrecife y cuando nos lanzamos al agua rompían preciosas series de entre metro y metro y medio con viento cruzado. Lo que más me sorprendió al llegar al pico fue la calidez del agua, 26 grados, y la potencia de las olas, un metro en Maldivas no es lo mismo que un metro en casa.
Fuimos uno tras otro pillando olas potentes aunque ligeramente bacheadas. Según te acercabas a la orilla y empezabas a doblar la pequeña isla, la ola se hacía más redonda, con más pared y fuerza y también más peligrosa cuando todavía no le tienes tomada la distancia al arrecife. Era ahí donde la mayoría de la gente se concentraba, el tramo donde uno se podía hacer tubos y triunfar.
Yo me mantuve lejos de esa zona al comienzo tirándome más a la derecha para no tener que pelear las olas. Pero si algo marcó ese día fue una serie desfasada de más de dos metros, que a saber de donde vino, pero que nos pilló a todos los que estábamos en el agua. Tirar la tabla (primero miré, por supuesto) fue la mejor opción y pese a ello nos arrastró a casi todos más de 20 metros dejándonos muy cerca de la orilla. Poco a poco, ola tras ola, pudimos remontar sin mayores daños que la segregación de adrenalina en nuestro cuerpo.
El día siguiente las condiciones fueron las mismas en las 8 horas que estuvimos en el agua, quizá un poquito más grande que el día anterior. A la mañana vimos una tortuga pero si algo nos impresionó fue ver a un grupo de delfines surfear durante un puñado de minutos a pocos metros de nosotros. Nunca lo había visto y realmente fue impactante.
Poco a poco nos fuimos acostumbrando a la rutina de surfing en las Maldivas. Nos levantábamos temprano en la laguna, en el interior del atolón, que es donde todos los barcos duermen, desayunábamos un café y galletas para luego dejarnos en el pico con el Dony, surfear un par de horas o más y vuelta al barco que ya estaba cerca del pico para un desayuno de verdad con fruta, tortilla francesa, salchichas, tostadas, tomate, etc., y vuelta al agua. Otro baño largo y el Dony nos volvía a recoger para ir al barco mientras tomábamos unos trozos de coco que nos había preparado la tripulación, comer a base de tallarines, verdura, arroz con curry, pescado y fruta y descansar un poquito antes del siguiente baño. Más olas y otra vez al Dony que nos llevaría a la laguna donde ya estaba el barco para cenar, contar batallitas con una cerveza en la mano, ver alguna película de surf que habíamos traido y posteriormente irse al camarote a dormir.
Después de dos días surfeando la misma ola nos dispusimos a visitar otra derecha, Jails, llamada así porque ahí está la cárcel. Me acordé de la playa de Berria, donde también hay otra cárcel, y me pregunté como un surfista ahí dentro podría soportar esas vistas.
Ese día el mar estaba casi perfecto, olas de un metro que abrían hasta la eternidad. Era el primer día que estábamos solos en un pico, algo que nos extraño pero que tras cinco minutos en el agua nos dimos cuenta del por qué. La corriente era tan fuerte que nos impedía llegar al pico. Aún así cogimos buenas olas, pocas pero muy buenas y después de desayunar por segunda vez, con los brazos casi rotos del esfuerzo, volvimos y sorpresa, la corriente había desaparecido. Unos cuantos de nosotros aprovechamos la circunstancia para ponernos morados a coger olas e intentar cosas que en casa no podríamos. La ola, al estar tan levantada, con tanta pared, te devuelve a ella por muy lento que hagas los giros, un placer. Era la imagen de Maldivas que tenía en la cabeza. Por cierto, las fotos no muestran realmente la calidad de las olas. Nadie se quería quedar en el barco a tirar fotos cuando estaban rompiendo esas preciosidades.
Media hora más tarde, aparecieron surfistas de otros barcos y algunos de los hoteles cercanos y tuvimos que compartir con ellos estas maravillas. Una lástima pero que nos quiten lo bailado.
La tarde fue parecida aunque con algo más de viento. Fue cuando después de perderle el miedo al reef este me dio una caricia en el pie, nada grave. Rozar el arrecife es sinónimo de herida y con la humedad que hay y las horas que te pasas en el agua, esta tarda mucho en curarse.
Fue el primer incidente de día pero no el último. Cuando ya habíamos cenado y estábamos disfrutando de una buena cerveza Tiger, importada de Singapur, oímos un fuerte y seco ruido. Inmediatamente un tripulante del barco fue a proa y comprobó que los cabos de dos de las tres anclas que habían lanzado se habían roto. Se tiró al agua de noche, en medio de la corriente y con una tormenta que daba miedo para recuperar los cabos mientras nosotros nos acercábamos peligrosamente por popa a otro barco anclado. Finalmente encendieron motores y consiguieron recuperar los cabos para asegurar el barco. El peligro había pasado.
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