Un relato para San Valentín


Nada mejor para celebrar San Valentín que un relato de amor, que las palabras no cuestan dinero, si están en Internet.

Os recomiendo que leaís este relato de Rosendo Sánchez, yo disfruté mucho con su lectura.


No había nadie en el mar a aquellas horas. Bueno, tal vez hubiera alguien —siempre había alguien— quizás Izaskun.... pero en cualquier caso más allá del horizonte, más allá de donde alcanzaba Iñaki con la vista, asomado al acantilado de la playa vizcaína de Sopelana.

Aquella madrugada de Febrero, como tantas otras noches, no podía dormir pensando en ella, la que fuera su novia de juventud, la chica con la que salía por aquel entonces, cuando desapareció sin dejar rastro, tragada por las aguas del Cantábrico hacia ya quince años.

Fue una aciaga tarde de Octubre, a finales de los ochenta, en plena fiebre surfera, cuando las playas de Sopelana y La Salvaje se llenaban de jóvenes entusiastas cuya mayor obsesión era deslizarse sobre las olas montados en tablas de poliéster, emulando a los extras hawaianos de las primeras películas de Elvis.

Pero el golfo de Vizcaya queda lejos de las islas del Pacífico ; no hay chicas que te cuelguen collares de flores, ni ukeleles con sonidos sugerentes, ni cocoteros que hagan sombra a la hora de la siesta. En el Cantábrico hace frío, el cielo es de color gris y hay que usar el incómodo neopreno si no quieres morir por hipotermia.

A Izaskun la engulló el mar de repente, sin previo aviso.

— Vamos, ponle más parafina al tablón —le dijo Iñaki en la furgoneta antes de bajar a la playa—. Resbalarás y te irás al agua. Tienes que darle más parafa.

La joven restregaba la barra de cera sobre la superficie de la que iba a ser su embarcación por escasos segundos, los que lograse mantenerse en pie sobre ella, empujada por la fuerza de las olas.

— Joder, vaya mierda de cera has comprado. Pásame el canuto.

Iñaki le cedió el porro de marihuana tras apurar una larga calada. Ella lo acabó de matar.

— Estas vitaminas me gustan más.

Hizo una pausa inesperada en su labor de extender la sustancia antideslizante sobre la tabla y abrazó a Iñaki con fuerza, cayendo los dos sobre la trasera de la furgoneta.

— ¿Ya sabes que te quiero?

No tuvo tiempo de responder a aquella pregunta que no esperaba contestación. Se besaron largamente, como siempre, sin imaginar que iba a ser en realidad un beso de despedida.

Bajaron con las tablas a cuestas por el sendero que conducía desde el aparcamiento del acantilado hasta la playa enfundados en los trajes de neopreno. Izaskun, con su cabello corto y sus pequeños pechos apenas se hubiera podido distinguir de un muchacho a no ser por sus caderas inconfundiblemente femeninas y por aquellos gruesos labios que a Iñaki se le antojaban dignos del mejor anuncio de cosméticos Estée Lauder.

Iñaki la contemplaba mientras ella se lanzaba al agua entre los demás surfistas que ocupaban la playa de Sopelana, remando con los brazos recostada sobre la tabla, avanzando sobre las olas que rompían ya sin fuerza cercanas a la orilla. Se metió en el agua tras ella, sobre su tablón, mucho más difícil de controlar al remar con la corriente en contra, pero sin dejar de observar a aquella joven que de vez en cuando se giraba y le sonreía con aquella mirada fresca que solía acompañar con un pícaro guiño de complicidad.

Llegaron casi a la vez a la zona de la rompiente, donde el mar se alzaba sobre si mismo para dar paso a una sucesión de olas de distintos tamaños, pero con una cadencia regular que permitía a los esforzados surfistas elegir la que más les convenía según su habilidad para montarse sobre su tabla. A veces había que aguardar durante un buen rato hasta que llegaba la ola esperada, aquella que permitía encaramarse de un salto sobre la breve embarcación y aguantar el equilibrio escasos segundos antes de ser derribado por el embate de las turbulentas aguas.

Iñaki aguardaba la llegada de su gran ola, aquel tsunami de más de seis metros con el que soñaba desde hacía años, aquel gigantesco brazo de mar sobre el que cabalgaría durante minutos, tal vez horas, de la mano de Izaskun, sobre las colinas del acantilado, manteniendo la estabilidad sin caer al agua hasta llegar a aquella isla del Pacífico donde encontraría el paraíso según el más genuino formato de catálogo de agencia de viajes.

Izaskun intentó subirse a una ola cerca del pico de la rompiente pero no consiguió aguantar el equilibrio. Cayó de nuevo al agua y se sumergió durante unos eternos instantes bajo la tabla. Iñaki aguardó a que volviera a salir a la superficie con impaciencia y respiró profundamente cuando vio su cabeza asomar entre la espuma. Conocía bien la sensación de ahogo que se podía experimentar bajo el agua cuando el espumón te arrollaba y te arrastraba hacia el fondo sin permitirte alcanzar el ansiado aire de la superficie.

El mar se estaba poniendo duro. El viento empezaba a arreciar y las olas empezaban a ganar tamaño. La radio había informado de que aquella tarde se iba a situar una gran borrasca sobre Irlanda, y esa era una buena noticia para los aficionados al surf del golfo de Vizcaya: el mar de fondo creado por las bajas presiones sobre la costa irlandesa provocaría grandes olas que llegarían a las playas vascas con la fuerza y el tamaño perfectos para la práctica del surf. Siempre era así y los habituales de Sopelana lo sabían.

Iñaki se incorporó sobre su tablón en cuanto comprobó que Izaskun estaba bien y con gran habilidad consiguió aguantar de pié durante algunos segundos, los suficientes como para disfrutar de aquella sensación única —inexplicable para los profanos— de sostenerse sobre las olas sin más ayuda que unas piernas fuertes y bien entrenadas.

Cuando la ola perdió fuerza y ya no pudo guardar el equilibrio volvió a zambullirse en el violento mar durante unos momentos y al emerger a la superficie buscó de inmediato la silueta de Izaskun entre las olas.

Ya no pudo verla.

Buscó con ansiedad entre las cabezas de los demás surfistas que se encontraban algo más adentro, en la zona de rompiente, pero no fue capaz de distinguir a su novia.

La Guardia Civil la estuvo buscando durante toda aquella noche interminable; las zodiac de los submarinistas escudriñaron cada metro cúbico de agua en aquella playa y los helicópteros sobrevolaron la zona buscando algún rastro de la joven; pero no hubo suerte: Izaskun desapareció literalmente engullida por el Cantábrico.

Iñaki tuvo que declarar en la comisaría. Luego vino cuando hubo que dar la noticia a la familia de la chica. La desesperación. Y después la soledad.

Habían pasado quince años y todavía le miraban mal en el pueblo. A veces tenía que esquivar el reproche que leía en los ojos de aquellos que se empeñaban en hacerle recordar que él estuvo allí y que no hizo nada para evitarlo.

El relente de la noche le hizo estremecer y decidió encaminarse de nuevo hacia su casa en el interior del pueblo. Su mujer y su hijo seguirían durmiendo como los había dejado hacía un rato, cuando se escabulló del hogar para combatir su insomnio deambulando por las mal iluminadas callejuelas cercanas a la playa.

Al pasar junto a la taberna del puerto algunos bebedores aún trasnochaban su alcohol en la barra apurando el último zurito. Entró en el local con ánimo de paliar el frío con un café.

— Con leche —instruyó al camarero de la barra cuando fue interrogado sobre como lo quería.

Alzó la vista mecánicamente hacia el televisor del bar, donde en ese momento aparecía la presentadora de las noticias del canal autonómico que anunciaba la detención de una buscada terrorista de ETA en Irlanda.

Casi se atragantó con el café con leche cuando vió la foto de la presunta etarra por la televisión.

Era ella. No le cabía la menor duda. Sin embargo, el nombre de la terrorista que mencionaba la locutora de Euskal Telebista no coincidía.

La noticia proseguía con detalles sobre la detención: la mujer había sido arrestada en una playa del suroeste de Irlanda, en una zona vigilada por la Interpol, conocida por ser un campo clandestino de entrenamiento del IRA.

Pidió la cuenta y salió del local precipitadamente. Estaba viva. Ella estaba en Irlanda, y él tenía que comprobarlo personalmente.

Por la mañana casi no tuvo tiempo de hacer la maleta y despedirse de su familia. Argumentó un urgente viaje de trabajo a Barcelona para justificar a su mujer su ausencia durante los próximos días, y se dirigió al aeropuerto para coger el primer vuelo a Dublín.

Compró en el aeropuerto de Loiu todos los periódicos que pudo para informarse sobre la detención de la presunta etarra, estuvo pendiente de las noticias por la radio, y al llegar a Irlanda preguntó en el mostrador de información de la terminal la forma de llegar hasta la comisaría más cercana.

En la comisaría de la policía irlandesa declaró ser un familar de la presunta terrorista a la que deseaba hacer una visita y consiguió hacerse entender a pesar de su escaso inglés. Le sorprendió no tener ningún tipo de dificultades para obtener la información sobre dónde se encontraba la detenida: los policías consultaron la pantalla de un ordenador y le facilitaron las señas para llegar hasta la cárcel preventiva de Curragh, donde había sido trasladada la presunta terrorista.

La prisión se encontraba en medio de la campiña, en el condado de Kildare, en un edificio inesperado aislado del paisaje por grandes muros coronados por alambradas, que contrastaba con la belleza natural de los alrededores.

Al atravesar la puerta de la cárcel tuvo que entregar el pasaporte al guarda, quien le examinó con la mirada profesional de quien está habituado a identificar sospechosos y le hizo pasar a la siguiente dependencia donde otro funcionario le sometió al detector de metales seguido de un molesto y minucioso cacheo.

La sala de visitas no era del estilo de las que aparecen en las películas de Hollywood. Era una fría habitación cerrada, con una mesa baja y un par de butacas, como si se tratase de la sala de espera de la consulta de un dentista venido a menos.

Apareció en la puerta acompañada de un policía, que se retiró y cerró la puerta con delicada brusquedad para dejar a la prisionera a solas en el vis a vis.

Iñaki no podía creerlo mientras ella se le iba acercando desde la puerta y salía del contraluz de la penumbra.

— Izaskun… ¡Eres tú! —un escalofrío acompañó sus palabras emitidas casi en un susurro.

La joven mujer le miró desde unos ojos opacos, como sin vida, sin dar la menor muestra de reconocer a aquel hombre de rostro fatigado que la observaba desde la otra esquina de la sala.

— ¿No te acuerdas de mí?

Ella negó con la cabeza con expresión escéptica.

— No te he visto en mi vida. ¿Quien eres? ¿Un madero?

Iñaki estaba desconcertado. Era ella, estaba completamente seguro. Sin embargo, lo que no tenía ningún sentido era que la mujer que tenía frente a él tenía el mismo aspecto, el mismo corte de pelo, la misma edad que recordaba del día en que desapareció. Era Izaskun, no cabía duda, la misma Izaskun de hacía quince años, pero que no había envejecido ni un solo día.

— Habíamos salidos juntos… hace años.

La mirada de ella seguía falta de expresión mientras Iñaki intentaba explicar su presencia allí : sus años de novios, su desaparición en Sopelana, su sorpresa al ver su foto en la televisión y su precipitado vuelo a Irlanda.

— ¿De verdad no me recuerdas?

Ella se encogió de hombros.

— Mira… pareces un buen tío, pero no sé quien eres. Podrías ser un poli, un periodista, o cualquiera. Seguramente esta conversación está siendo grabada y registrada, así que vale, si alguien me escucha que sepa que yo no he hecho nada, ni pertenezco a ninguna organización, y solo espero que me dejen salir de aquí cuanto antes.

No había caído en la cuenta de que la conversación podía estar siendo grabada, y de pronto fue consciente por primera vez del lío en que se estaba metiendo. Tal vez estaba completamente equivocado y aquella joven no era quien él creía. Además, si ella era una terrorista la policía podía pensar que él formaba parte de la banda, y su historia para justificar su visita a la cárcel irlandesa no dejaba de ser de lo más absurda.

— Me gustaría poder ayudarte pero no sé como hacerlo.

— Entonces, ¿para qué coño has venido?

El guarda uniformado volvió a aparecer en la puerta de la habitación y ella se levantó como una autómata. Sus ojos seguían vacíos cuando se volvió hacia la puerta, pero antes de desaparecer se giró hacia Iñaki y le guiñó un ojo en un gesto familiar:

— Ya nos veremos …

Su mirada de repente había cobrado expresión, la misma que aquel día en Sopelana, e Iñaki supo entonces con total certeza que no se había equivocado: ella era Izaskun.

Salió de la cárcel invadido por un sentimiento agridulce de decepción y de alegría al mismo tiempo, pero sobre todo profundamente intrigado por el misterioso comportamiento de aquella joven y de las circunstancias a las que se enfrentaba.

Buscó alojamiento en un pequeño hotel rural en las cercanías de la prisión, mientras esperaba poner en orden sus pensamientos. La fatiga del viaje le venció y durmió durante horas en una confortable aunque crujiente cama rústica. Soñó con Sopelana, con la playa agreste, con el día gris, con una Izaskun que se zambullía en una ola gigantesca tras resbalar inexperta sobre la escasa parafina de la tabla y con la asfixia del espumón, con la falta de aire en los pulmones ansiosos, con las escamas sobre la piel que iniciaban la transformación de unas torneadas piernas de mujer en una cola de pez.

Despertó sobresaltado.

Un coche de policía se había detenido frente a la puerta del cottage, y alguien golpeaba insistentemente la puerta de la habitación.

La noticia le dejó perplejo y abatido.

Los policías irlandeses le rogaron amablemente que les acompañara a la comisaría: la presunta terrorista se había suicidado aquella noche en su celda, y él era la única visita que había recibido desde que había sido detenida.

Fue conducido hasta la enfermería de la prisión, donde yacía el cadáver, y por lo que pudo entender al forense la mujer había muerto por asfixia. Los policías aún no sabían como había sido posible, pues no había nada en la celda que pudiera haber provocado la falta de aire ; simplemente parecía como si hubiese contenido la respiración hasta morir.

La autopsia desvelaría más datos sobre la muerte de la prisionera, pero los resultados tardarían aún algunos días en hacerse públicos.

Iñaki era la única referencia para los policías ya que nadie en España había reclamado a la detenida hasta el momento, así que fue informado de todos los detalles relativos a las circunstancias de la detención, muchos de los cuales no habían trascendido a la prensa.

Según le explicaron los funcionarios irlandeses de prisiones, cuando la joven fue detenida en la playa de Slea Head, frente a las islas Blanket, estaba completamente desnuda y medio inconsciente, por lo que fue atendida en un principio por los servicios sociales. Posteriormente, al no poder facilitar ningún dato sobre ella misma ni portar ningún tipo de documentación, fue arrestada de forma preventiva por la policía a la espera de la confirmación de su identidad por las autoridades españolas.

La Interpol envió la fotografía de la detenida a la policía española, quienes sospechaban que se trataba de una buscada terrorista, pero todavía en aquellos momentos estaba por confirmar su nombre y filiación dado que sorprendentemente la joven carecía de huellas digitales.

Iñaki interrogó al médico forense sobre el tema de las huellas dactilares de la difunta y éste le informó de que no era inusual que algunos delincuentes se quemasen las yemas de los dedos con ácido expresamente para borrar temporalmente sus huellas y no ser identificados. El médico, un hombre de mediana edad con el cabello completamente blanco y unos cristalinos ojos azules, continuó aportando datos sobre el asunto:

— También algunas personas llegan a perder sus huellas digitales casi por completo de forma natural cuando han estado en contacto de forma prolongada con el agua del mar, como se han descrito casos de algunos pescadores en el mar del Norte.

A Iñaki le sobrecogió la idea de que una persona pudiera ser retenida sin pruebas concluyentes sobre su culpabilidad, cuando ni siquiera había podido ser correctamente identificada

Pero todavía le estremecía más el hecho de que Izaskun no hubiese envejecido en los últimos quince años.

— Dígame doctor —consultó Iñaki al forense— ¿puede usted calcular la edad de la mujer?

El médico no vaciló en la respuesta que ponía a prueba su profesionalidad.

— Por supuesto. Tenía entre 23 y 25 años de edad.

Aquello confirmaba sus sospechas. Izaskun tenía veintitrés años cuando despareció, así que ahora debería contar con treinta y ocho en el momento de su muerte. No le dijo nada al forense : nadie iba a creerle, pero necesitaba encontrar una explicación a todo aquello aunque fuera para si mismo.

Regresó al cottage y buscó la manera de llegar a la playa donde había sido detenida Izaskun. Alquiló un coche y en un par de horas se plantó en la playa de Slea Head. El lugar era prácticamente un calco de Sopelana : una discreta extensión de arena dominada por un pequeño y suave acantilado donde los tamarindos parecían crecer directamente sobre la roca, manteniéndose en un imposible equilibrio sobre la pendiente completamente doblados por la fuerza del viento.

Bajó hasta la orilla donde un grupo de surfistas se arremolinaban en torno a algún objeto seguramente arrastrado por la corriente hasta la playa. Se acercó a ellos y se abrió hueco entre los jóvenes con trajes de neopreno y las tablas para ver de qué se trataba.

Allí, en la arena de Slea Head, bañada por las aguas del mar del norte, una cola de pez de tamaño enorme se mecía en la orilla cada vez que era alcanzada por el vaivén de una ola, dejando ver en su interior el hueco que habían dejado unas piernas de mujer que alguna vez habían formado con aquellas escamas una misma materia.

Iñaki, sin embargo, aquella vez ya no se sorprendió. Por fin todo encajaba : la cola de sirena, la ausencia de huellas dactilares, la eterna juventud, la muerte por asfixia fuera del agua,….Izaskun por algún mecanismo desconocido se había convertido en un ser mítico de novela de piratas y navegantes solitarios, o quizás ya lo fuera desde siempre.

La autopsia no se hizo pública. El forense del condado de Kildare no fue tomado en serio por sus colegas y el juez ordenó repetir el dictamen a un hospital oficial de Dublín. Pero el médico irlandés de pelo blanco y ojos azules sabía perfectamente que aquel cuerpo inerte no era humano.

Iñaki sigue en contacto en la actualidad con el forense y ambos buscan todavía una explicación, mientras esperan pacientemente que algún día en el hospital de Dublín se haga una nueva autopsia que les confirme que las sirenas existen.

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